La Comida Navideña Que Despertó mi Vocación de Cocinero

En realidad, es “la buena mesa” y el ritual de los franceses de reunirse alrededor de una buena comida lo que ha sido valorado por la UNESCO.

Presentada en 2008, la petición fue apoyada por los políticos y el propio Presidente Sarkozy, los organismos oficiales y académicos. Si bien es cierto que Francia ha inventado el dicurso gastronómico, las palabras técnicas de cocina y restaurante, el reconocimiento me parece un poco patético o en cualquier caso tardío. Son tantas las culturas culinarias notables del mundo (española, italiana, china, peruana..., entre muchas otras), que este reconocimiento de la supremacía mundial de la cocina gala no sé qué tan convincente les va a parecer a los gourmets.

Escribiendo estas líneas se me ocurre, con la proximidad de una nueva Navidad, compartir con vosotros el recuerdo imborrable de una comida navideña que, sin ninguna duda, despertó mi vocación de cocinero.

Desde siempre las navidades y otras fiestas han ido condenando a los cocineros a “estar de pie ante los fogones”, pero aquel invierno de 1949 mis padres y toda la familia se habian reunido en casa de los abuelos, en un pequeño pueblo Occitano, con el pretexto de la apertura de un nuevo restaurante en Carcassone. Unas semanas antes la modesta casa conocía una actividad febril, se estaba preparando un verdadero festín navideño. Congregaría a tres generaciones de cocineros por primera y única vez:

El abuelo nonagenario Bernard Bonnaure, que había comenzado su brillante carrera de cocinero de la mano del maestro Escoffier y que dirigía ese día su último festín; mi padre, Gaston Bonnaure, de 40 años, chef en la cúspide de su carrera; y el benjamín, mi hermano mayor, René, quien con sus 19 años recién cumplidos se iniciaba en la profesión. Mi hermano gemelo y vuestro servidor, con nuestros recién cumplidos 8 años, fuimos ascendidos a la posición de marmitones. El panadero del pueblo, gran amigo de la familia, había sido invitado a cambio de dejar un rincón en su horno a disposición de los cocineros.

La elección del menú, el reparto de las tareas, la selección de los vinos, las compras..., todo fue programado con semanas de antelación por los tres cocineros bien decididos a celebrar ese momento excepcional con una comida insuperable.

El abuelo se reservó la confección de un “foie gras en Brioche”, incorporado a su repertorio desde su aprendizaje en un gran restaurante parisino. Hasta el día de hoy evoco... la perfección de su resultado... Seguían ostras de Marennes, que mi padre encargó en la pescadería de la ciudad vecina, acompañadas de pequeñas salchichas de hígado a la parilla y pan de centeno. Después prepararon dos truchas asalmonadas enormes, asadas en el horno panadero, acompañadas de un refinado guiso de cangrejos de río. Luego vino un solomillo de buey en el espetón con una salsa Perigueux confeccionada con las primeras trufas de la temporada.

A modo de guiño, seguía una ensalada silvestre y para finalizar el vino de Bourgogne, un magnífico roquefort. Quedaba todavía un poco de espacio para el postre: una gran pieza de milhojas al ron hecha con maestría por René, el benjamín de los cocineros. Gran parte del festín estuvo  regado de champagne, bebida favorita de mi familia, y de algunas botellas de Bourgogne de grandes añadas.

Las navidades que se suceden marcan cada año el tiempo que pasa... Recordaré siempre este festín que con la experiencia, el amor y una gran generosidad produjeron el mejor homenaje que se pudo ofrecer al “REPAS FRANÇAIS”.

Confiando en que no he caído en ese vicio tan francés, el chovinismo, os deseo: ¡Buenas Fiestas!

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