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Un Cocinero Integrista


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André Bonnaure
Cocinero jubilado y feliz. Experto en foie gras y pato



A medida que pasa el tiempo, tengo que reconocer que mi padre tenía un gran sentido del humor.

Por capricho, un día de 1958, de camino hacia unas vacaciones en la Costa Azul, nos paramos en Marsella para comer frente al ?vieux port?, en un restaurante situado en un primer piso. En lo alto de una gran escalera nos esperaba el propietario y, antes que nada, nos preguntó si estábamos dispuestos a pasar dos horas y media para comer y si estábamos preparados para comer el único menú que tenía, sin cambios ni otras objeciones.

Por fin entramos en un comedor que más parecía el comedor de una casa burguesa provenzal que el de un restaurante. Me acuerdo de tres retratos que situaban al personaje: Frédéric Mistral, un autor provenzal famoso; Charles Maurras, un político de extrema derecha, el Le Pen de la época; y un retrato de Maurice Brun, el propietario que nos había recibido. Después de anunciar el precio, 70 Francos, sin posibilidad de cambiar ningún plato ni vino, empezó la ceremonia.

Nos trajeron a cada uno una cuchara de un maravilloso aceite de oliva helado, a menos 15 °. Después siguieron ocho platos para picar típicamente provenzales (por decisión propia del integrista ningún producto serio se podía encontrar a más de cien km de Marsella!!). Haré la lista de estos entremeses. Una ?tapenade? pura de anchoas, alcaparras, y aceitunas negras con una gota de ron. Unas aceitunas de sus olivos, un puré de pequeñísimas anchoas maceradas en aceite de oliva y hierbas, un salchichón de Arles, una ?poutargue? auténtica, unos pulpitos salteados, y una cazuelita de un civet de buey (la famosa Daube Provençale) como última ?tapa?.

Continuó la extraña comida con un pescado. Me acuerdo que era una dorada royal que parecía salida del agua una hora antes, una maravilla cocida a la brasa con sólo un poco de aceite de oliva. Tengo que contar que sólo reconocía 6 especies de pescados. Las otras especies?para los tontos !! Los elegidos eran: la dorada, la lubina, el rodaballo, el salmonete, el lenguado y, en caso extremo, la escorpina.

Seguía una carne. En este punto también tenía sus manías: sólo cordero, aves, caza menor y, siempre, asado en el espetón y, además, flambeado con grasa de jamón encendida (es una práctica que os contaré un día). A cualquiera de las carnes que servía las acompañada con un puré de ajo confitado emulsionado con aceite de oliva.

Al final, venía el postre, inevitablemente, un sorbete de frutas frescas, seguido de una retahíla de golosinas tradicionales de Provenza, y unos vinos olorosos. No servía cafés porque no le gustaba, pero sí unos aguardientes locales. Por supuesto, los vinos los servía sin consultar, pero eran el non plus ultra de la producción cercana.

Me acuerdo de la calidad de esta comida. Mis 17 años no me permitieron darme cuenta de lo que había ocurrido en esa comida y, sobre todo, el signo precursor de una cocina muy personalizada olvidando la parte ?ayatola? del personaje. Odiado por sus conciudadanos, decía que había abierto su restaurante para tener el placer de expulsar a los imbéciles de su restaurante!!!!

Ninguna guía lo recomendaba y, en los años setenta, desapareció...



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